martes, 24 de abril de 2012

Crónica de los trágicos carnavales de 1925


Benjamín AFONSO

El retablo que donara al convento de dominicas de Puerto de la Cruz, don Juan de Montemayor, se conserva en la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Peña de Francia, seguramente.

Esta magnífica obra artística que creemos recordar tiene algo más de un metro de alto y cuyo artífice se desconoce, parece ser que el donante la trajo de algún país americano.

Las crónicas de entonces relatan que el retablo miniatura de Montemayor corrió serio peligro de ser pasto de las llamas en el voraz incendio que redujo a ruinas el edificio del convento de Santa Catalina en los carnavales de febrero de 1925.
Aquella noche del día 25 marcó en las crónicas portuenses uno de los aconteceres más trágicos. Momentos luego de la medianoche desde las ventanas de la Sociedad Iriarte, situada entonces en un edificio que aún existe y que se encontraba frente al convento, se diviso una llamarada en lo alto del mirador y a los pocos minutos el fuego se extendía por el amplio edificio enmarcado por las calles de Quintana, Agustín de Bethencourt, J. Miranda y plaza de la iglesia. Crepitaba la tea de manera pavorosa y la colosal antorcha que iluminaba con sus tétricos resplandores la ciudad, poniendo en serio peligro la mayor parte de su casco urbano, siendo impotente todos los esfuerzos del vecindario y de los cuerpos de bomberos entre el que se encontraba el de la Capital para dominar el incendio. Ante esta situación todos los trabajos, con muy buen acierto, se limitaron a preservar las casas más próximas de la voracidad del siniestro. Entre ellas estaban la de las citadas calles. Hubo momentos en que las gentes se vieron invadidas por el pavor, por un miedo indescriptible que les situaba al mismo umbral de la demencia. El afán por lograr la mayor cantidad de agua para el servicio de las bombas extintoras llevó a unos hombres a romper la cabeza del cisne de cemento que se encuentra en la pila de la Plaza de la Iglesia, con la esperanza de que esta decapitación diera como resultado una mayor cantidad del tan necesario líquido. La cabeza del cisne fue luego restaurada, pero con tan poco acierto en principio que semejaba la cabeza de un perro. El pueblo hizo constar su desagrado colocándole un bozal. Ante esta advertencia se realizó un nuevo modelo que dio mejor resultado.
Entonces el convento estaba ocupado por las oficinas municipales y otros servicios públicos como la central de teléfonos, archivo, biblioteca y prisión municipal. En el patio central se había instalado un escenario por el que desfilaron célebres artistas. Además de ser un cinematógrafo  y recinto para peleas de gallos.

El pueblo actuó con energía y desprendimiento exponiéndose en algunos momentos a sufrir los terribles efectos de las llamas.

Al final, todo quedó destruido. Poco se pudo salvar de la catástrofe. Se perdió el templo y valiosas imágenes, se quemaron valiosos documentos, ardieron las escuelas allí existentes. Todo quedó reducido a ruinas. Fue necesario derruir los altos muros por temor a que pudieran caer. La desolación, la estampa trágica, la huella profunda del fuego quedó en medio del pueblo como una importante cicatriz.
Mi padre, Benjamín Afonso Padrón, años antes de su fallecimiento, recordando aquel suceso me relataba: "Fue un incendio inolvidable para todos los que lo presenciamos; para todos los que nos despertamos a los sonidos de la sirena de los bomberos, del timbre del teléfono que dejaron de oír su llamada continua al ser pasto de las llamas su núcleo de comunicaciones. Todos recordamos aún como se iluminaba la noche y como por las calles corría el clamor, la llamada de auxilio, el grito despavorido de las mujeres y el llanto de los asustados niños". Luego, tras una breve pausa y con cierta tristeza añadía: "aquel febrero de 1925 fue en el terrible día un impacto emocional que, por momentos, llegó a desequilibrar algunas mentes y que puso al borde del colapso a personas de avanzada edad".

Terrible noche de destrucción de la que solo se salvó como cosa de más valor el retablo de Montemayor. El corazón del donante no pudo librarse de la cremación. Conforme a una de sus cláusulas testamentarias, cuando falleció le fue extraído del pecho y depositado en un nicho junto a la Virgen del Rosario del convento Santo Domingo. Esto ocurría en el año 1743. En diciembre de 1778, el citado convento fue destruido por un incendio.

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