viernes, 27 de abril de 2012

Antonio María Hernández, el artífice del Hogar Santa Rita

Benjamín AFONSO

Los que conocimos al sacerdote Antonio María Hernández sabemos que hablar de su vida y de su obra es una ardua tarea de reflejar en un simple comentario como el que, en esta ocasión, pretendo. Por lo tanto, sin obviar sus grandes iniciativas, ya conocida por todos, como son el Hogar Santa Rita I y II, intentaré reflejar aquellos aspectos más anecdóticos e interesantes de su trayectoria; empezando desde su adolescencia, pasando por su lucha interna hasta llegar a su encuentro con Dios y terminando con su fructífera obra social y humana que todavía continua.

                                  Pasado y presente del "padre de los ancianos"

Antonio María Hernández Hernández vino al mundo en una época difícil en la vida política y social española. Fue allá, por el años 1936, recién comenzada la Guerra Civil Española.

Nuestro hombre nació en la Villa de La Orotava, en el número 74 de la calle San Juan, donde residían sus padres y hermanos, de alquiler. Esta casa siguió siendo su vivienda hasta su fallecimiento, ya que, con sus primeros sueldos conseguidos en Venezuela, ayudo a su padre a comprarla, pues era el mayor deseo de éste.

En su adolescencia, viendo que al ser de una familia humilde no tenía posibilidades de realizar los estudios de bachillerato, entró como ayudante de tapicero en la empresa orotavense de Pepe Quevedo y, más tarde, en la de Isaac Valencia (padre), hasta llegar a ser maestro en esta especialidad, cosa que les agradeció siempre.
En esa época también estudiaba Contabilidad, asistía a la Banda de Música y "aún tenía tiempo de enamorar con mi novia", me relataba.

Algo más tarde, viendo el auge emigratorio hacia Venezuela, decidió, con 17 años,  falsificar la firma de su padre en el permiso, construirse una maleta con doble fondo, llevando azafrán para poder venderlo y subsistir en previsión de posibles precariedades, y embarcarse hacia el país hermano.

Una vez allí, en la ciudad de Cagua, desempeñó el oficio aprendido, llegando a tener su propia tapicería, lo que le reportaba buen dinero, enviando a sus padres la suficiente cantidad para comprar la casa de La Orotava. Allí alternaba su trabajo con los estudios de bachillerato nocturno hasta obtener el título.

Más tarde se trasladó al Estado de Zulia, zona del lago Maracaibo, donde se introdujo en el mundo del boxeo. Sería en esta época donde el "padre Antonio", me confesaba que entró en un mundo vacío de valores e incluso anticlerical,  llegando a renegar de Dios y declararse ateo públicamente con otros amigos canarios de entonces, todo esto en Ciudad Ojeda.
Incluso estuvo a punto de casarse por lo civil, influenciado por un amigo que se había casado seis veces porque lo consideraba más rentable que un negocio.

Este ambiente le condujo a una cárcel de alto riesgo, en la ciudad de Calimas, durante tres meses, sin cambiarse de ropa, durmiendo en el suelo, en una celda de 12 metros cuadrados, con veintidós presos, algunos de ellos criminales peligrosos. Me relataba que el motivo de esta condena fue debido a una pelea que tuvo con tres venezolanos, a los que dejó medio muertos, después de que intentasen meterse con dos señoritas que le acompañaban,  por no ser él del país.

Tanto la cárcel como el boxeo fueron para nuestro hombre dos experiencias muy duras. La primera, por el trato inhumano y vejatorio que le hizo llegar a sentir odio contra todos; la segunda, por estar a punto de matar a un contrincante durante un combate, motivo que le hizo dejar este deporte.

Pero reconocía, asimismo que, gracias a la práctica del boxeo y ser una persona muy responsable, no se dejó atrapar por esa vorágine de vicio.

Nuestro sacerdote se preguntaba que, después de todo lo vivido, por qué, su vida no ha discurrido por otros derroteros, llegando a la conclusión de que "los caminos de Dios son inescrutables". Y más cuando, por querer satisfacer los deseos de su madre, persona muy religiosa, decidiera confesarse.
Esta experiencia la vivió con un sacerdote, Marcos Gelber, colombiano, que, en un principio, le rechazó viendo su aspecto- "con bigotes retorcidos hacía arriba y una camisa a cuadros"-, a lo que nuestro joven le espetó que "si no me confiesa ahora no lo haré nunca más".

El padre Gelber rectificó y, en su despacho, le escucho durante más de cuatro horas, dejando que vaciase todo su interior. El me comentaba que salió "flotando" y se produjo un gran cambio en su vida.
A partir de este momento, el padre Antonio decidió residir en un seminario para estar seguro de su vocación religiosa ya que de lo único que estaba seguro es que quería trabajar por los demás.

Después de un tiempo, mientras trabajaba de contable en una empresa petrolífera de la ciudad de Maracaibo, viendo que no podía ocultar más la situación a sus compañeros y comprendiendo que en esa ciudad no le convenía seguir, le preguntó al Superior del seminario si consideraba que tenía vocación, porque si no se venía a Canarias donde estaba su novia.

Ante la respuesta positiva del Superior, decidió entrar en el seminario y le destinaron a Colombia.
En este país, donde estudió la carrera de Biología, inició, con 24 años, su periplo y su ingente obra por dieciséis países como misionero de los Padres Capuchinos.

Con 28 años regresó a Tenerife, llevando la típica barba de la orden religiosa.
El encuentro con su madre fue realmente dramático pues no le reconocía y aseguraba que no era su hijo mientras, entre llantos, le tocaba la barba una y otra vez.

En la Península realizó estudios de Psicología y Teología para regresar de nuevo a Colombia. En su nueva etapa en este país lo destinaron a la isla de San Andrés, zona muy depimida.
Con 400 jóvenes, a los que consiguió ganarse enseñándoles judo, repartía alimentos por las zonas más pobres.

Como capellán de la marina, construyó 80 casas, con las ayudas de los infantes, para personas necesitadas, así como edificó un hogar para niños, con 240 camas.
Este edificio no llegó a verlo nunca ocupado, pero el juez de menores de la zona le había comunicado que el presidente Pastrana se había hecho cargo, entregándolo a una orden religiosa para que lo regentara.

Y en el año 1972 regresó a Tenerife como subdiácono. Su paso por La Orotava, en la parroquia de San Isidro, no fue nada agradable para nuestro sacerdote pues algunas personas cercanas al poder eclesiástico entendían que sus sermones durante la celebracion de los oficios no eran los más adecuados, me decía con tristeza. El ataque al cura partía de un pequeño grupo de presión encabezado por un tal Tomás M.P., un maestro de escuela y antiguo sensor de la etapa franquista que, quién lo iba a decir, llegó a dar la comunión durante la misa. Tanto hizo éste que el bueno de don Antonio fue trasladado por orden del Obispado. Todo ello, lógicamente, contra el deseo mayoritario de los feligreses que recibieron la noticia con el natural y lógico desagrado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario